jueves, 24 de febrero de 2011

Un día de perros

No era un sábado cualquiera. Era el último sábado de Luis y Laura antes de reincorporarse al trabajo tras unas intensas vacaciones en Ibiza junto a la pareja a la que ahora iban a visitar, ya en Madrid, para despedir el verano a lo grande, con el mejor éxtasis traído de la isla. Paco y Sandra vivían a las afueras de la ciudad, en una casa adosada con un enorme jardín comunitario y una amplia terraza donde esta noche iban a reunir a toda su colección de amigos. Al caer la noche, Luis y Laura llegaron a su destino acompañados de su enorme Rottweiler, al que no pudieron dejar con los padres de ella, como solían hacer, porque estaban en el pueblo aprovechando los últimos días del verano. Paco les dijo que lo dejaran atado en el porche con un plato de comida y agua, que por mucho que ladrara los vecinos de al lado eran ya mayores y no iban a enterarse de nada. Y, sin más, se metieron dentro para reunirse con los demás.

En mitad de la noche, y con la fiesta en pleno apogeo, Luis salió al porche a tomar el aire y se dio cuenta de que el perro no estaba. Alarmado, volvió dentro para pedir ayuda. Todos los invitados sin excepción iniciaron una batida desesperada por el jardín en busca del perro, hasta que, finalmente, uno de ellos divisó su silueta al final de la calle. La cara de Luis esbozó una amplia sonrisa al descubrir que su compañero no se había perdido, mientras Laura respiraba aliviada. Sin embargo, el perro llevaba algo en la boca. Cuando se acercó lo suficiente, Paco identificó enseguida que el bulto que el perro cargaba entre los dientes era Chispita, el Yorkshire Terrier de su octogenaria vecina, al que adoraba con tal devoción que en más de una ocasión había dicho que cuando él se fuera, se iría ella también.

Paco se echó las manos a la cabeza. Aquello no era posible. El perro de sus amigos había matado al perrito de sus vecinos. Desesperado, hizo pasar a todo el mundo al interior de la casa. No sabía qué hacer. Chispita estaba hecho un asco, cubierto de tierra de arriba a abajo. Luis estaba igual de afectado: si trascendía que su perro había matado a otro no sólo podía caerle una buena multa, sino que además podían quitarle la custodia del animal e incluso sacrificarlo por peligroso. Nadie debía enterarse de lo ocurrido. ¿Qué podían hacer? ¿Tirarlo a un contenedor? ¿Lanzarlo al Manzanares? ¡Lavarlo, arreglarlo y dejarlo ante la puerta de los vecinos como si allí no hubiera pasado nada! La idea de Sandra era genial, pensó Luis; cómo no se la había podido ocurrir a él. Paco cogió la manguera y en la misma terraza le dieron una ducha para quitarle toda la tierra. A continuación, lo secaron bien y lo peinaron a conciencia para que sus propietarios no pudieran adivinar nunca que había sido maltratado por otro perro. Al despuntar el alba, Sandra y Paco despidieron a todos sus amigos, incluidos Luis, Laura y su mascota, y dejaron a Chispita sobre el felpudo de la casa contigua, la de sus vecinos.


* * *

Higinio observaba abatido a Águeda a través del cristal que los separaba. De pie, con las manos en la espalda, no quitaba ojo a los tubos y máquinas que mantenían a su mujer con vida, una vida que daba sus últimos coletazos antes de apagarse definitivamente. El futuro de Higinio no era nada halagüeño. El matrimonio hacía tiempo que estaba muy solo. A la decisión de su hijo de marcharse con sus únicos nietos a Argentina hacía ya 30 años, debía sumarse la defunción de varios amigos de toda la vida y la irreversible vuelta al pueblo de tantos otros. Aunque la idea de volver a las raíces también les había rondado la cabeza a ellos en más de una ocasión, los problemas de corazón de Águeda aconsejaban mantenerse en Madrid, donde según su hijo estarían mejor atendidos. En tales circunstancias, Chispita se había convertido en un elemento indispensable en sus vidas, sobre todo para Águeda, que lo cuidaba como a un hijo.

Higinio notó que alguien se detenía tras él. Era Fernando, un vecino que se había enterado de que Águeda estaba en el hospital y había decidido hacerle una visita. “¿Qué ha ocurrido?”, preguntó. “Una desgracia, Fernando - respondió el anciano -. Tras quince años juntos, una mañana nos encontramos a Chispita sin vida. Y tú sabes lo que quería Águeda al pobre animal”. “Sí, más de una vez había oído decirle que cuando él se fuera, ella se iría con él”. “Pues tan grande debió de ser su deseo que, 24 horas después de enterrarlo en el jardín, cuando todavía teníamos su recuerdo muy presente, mi mujer salió a la calle y se lo encontró en la puerta de casa, perfectamente aseado, preparado para llevársela consigo al reino de los cielos...”.